divendres, 25 de setembre del 2009

Voces.


Al poco tiempo te fuiste a pasear entre las nubes, tus alas ya no podían estar dobladas bajo las costuras de la camisa. Y una parte de mí subió a pasear contigo pero mis piernas eran demasiado pesadas y decidí quedarme un poco más caminando entre los árboles. Aunque gracias a ti aprendí a volar. Y me enseñaste a hacerlo desde el primer día que escuché tu voz. Recuerdo que Paola me pasó el teléfono, es Francisco, y yo no sabía qué voz poner, qué decir, qué sentir. Pero empezamos a hablar y hablar y me sentí tranquila, muy tranquila, tanto que terminé tumbada en la cama con una copa de vino y un cigarro entre mis manos. ¡Era tan fácil! Tan sólo tenía que dejar que color rojorojorojo se adueñara de mi garganta y las venas se convirtieran en mi voz ¡era tan fácil!

Nuestras voces empezaron a entrecuzarse casi a diario. Tú me contabas del trabajo, del cine, de aquel lugar, y yo te hablaba de ellos, de los aguacates y de mi puerta azul, que aunque estuviera pintada de amarillo, seguía siendo mi puerta azul. Y, entre susurros, fuimos convirtiéndonos en tú y yo, en nosotros. Con el sonido de tus palabras inventé tus manos, me las imaginaba grandes grandes, casi de gigantes, y te veía tocando mi espalda y tatuándome un mundo de flores amarillas y algodones de azúcar rosa, de esos tan ricos que se comen en la feria después del tren de la bruja.

Me llevaste allí, al lugar que tantas noches habías descrito y tantas noches había imaginado. Era un pueblo blanco que olía a mar por las esquinas. Y ahí nos miramos por primera vez. Hablamos durante horas y horas hasta que los pájaros nos encontraron desnudos y con el cuerpo lleno de besos, si sigues mirándome así, acabaré enamorándome de ti, y me besaste la punta de la nariz y yo me puse colorada como cuando mis hijos me descubrían jugando con sus muñecos y yo fingía que ordenaba el cuarto y ellos reían bajito y me guardaban el secreto. Pero por mucho que intentase fingir, mis ojos en forma de corazón me delataban. Me enamoré de ti. Y me enamoré tanto que quise seguirte cuando decidiste subir a las nubes, pero mis piernas eran demasiado pesadas y tuve que quedarme entre las aguas.
Aunque no te culpo porque tus alas no podían estar más tiempo dobladas bajo las costuras de la camisa. No podían, realmente no podían.

Para la mujer con una vida repleta de cuentos.






divendres, 28 d’agost del 2009

Treinta.



M conoció a F entre hojas de papel, operaciones matemáticas y bocadillos a la hora del patio. Se atraían en silencio, hablándose con las no palabras, acercándose cada vez más el uno al otro, como sin querer, como si un acto involuntario les obligara a aproximarse, como si nunca hubieran fantaseado con el sabor de su aliento. Uno de esos días de merienda, M y F se conocieron. Y aquel día llovieron confetis y serpentinas de colores que inundaron la ciudad de sonrisas. Empezaron a verse tras las clases. Se acariciaban las manos por los pasillos fingiendo un choque accidental y se marchaban riendo y tapándose la boca al ver que nadie, excepto ellos, era capaz de entender aquel lenguaje vacío de palabras. Era su lenguaje secreto. Entonces tenían catorce años y se enamoraron pintándose el corazón de un rojo intenso. Algunas tardes, se quedaban en el banco de la plaza comiendo pipas, saboreando los animalitos que recorrían por su estómago y que salían al mundo exterior convertidos en besos. Otras tardes, quedaban con sus amigos y jugaban a unos billares escuchando buena música y fumando sus primeros cigarrillos. Entre todos crearon una gran familia. La familia de las barbacoas de domingo, la familia de las hogueras en la playa, la familia de las canciones en guitarra, de los chistes picantes, de las risas y carcajadas y más risas y más carcajadas. Y más tarde, M se vistió de blanco y F de traje. Celebraron sus besos viajando por el norte y por el sur y, en cada lugar, dejaban una prenda escondida bajo la cama. A veces un calcetín, otras un pañuelo, las veces más atrevidas unas braguitas o unos calzoncillos, y lo escondían muy pero que muy bien para que nadie lo descubriese y así poder ir dejando un trocito de ellos en cada parte del mundo. Entonces, dos margaritas florecieron de la saliva de sus besos. Primero una; a lo pocos años la otra. Y las miradas y caricias se repartieron entre cuatro. Se trasladaron a una casita con jardín y un buzón de esos que parecen de caramelo y allí estuvieron años y años regando y mimando a sus dos flores favoritas hasta que se convirtieron en árboles y volvieron a la gran ciudad. M y F pintaron una nueva capa de color rojo sobre sus corazones. Lo hicieron sin prisa, disfrutando de cada movimiento de pincel como si sus manos bailaran a ritmo de vals, consiguiendo un rojo tan y tan bonito que el pecho no era suficiente para cobijarlo y, habían días, en los que salían rayos rojos de sus ojos, otros días de sus labios, otros días de sus manos. Y, así, acabaron coloreando de rojo corazón el mundo que les envolvía.
-

dimarts, 25 d’agost del 2009

Colores.


Para la tata


Bel no lo sabía. Vivía entre risas, cigarros y un trabajo de lunes a viernes. Bel no lo sabía, pero lo supo cuando soñó con ella. Era un sueño en blanco y negro, sin sonido, como si se tratase de una película antigua y Bel era de música y de colores, los más bonitos de todos, el verde, el azul, el amarillo, el naranja, sobretodo el naranja. Entonces Bel lo supo. Supo que tenía que ir a colorearla.

Isa la esperaba entre maletas repletas de sueños. Las dos irían a ella, a sonreírle, a amarla, a sacarle todo su brillo hasta que los ojos estallasen en las estrellas más brillantes, de esas que flotan por ahí arriba. Pero fue llegar y el olor. El olor a papeles grises, a trenes de alta velocidad, a hielo recién sacado del congelador, a sonrisa eterna de fotografía. Un olor tan tan, que a los pocos días estaban embadurnadas de gris y así el pelo de Bel se bañó de un tono grisáceo claro y el de Isa se tiñó de un tono más oscuro, sus pieles se aclararon y las de los otros se oscurecieron de un negro casi imposible. Se encerraron en una habitación blanca con camas grises y un pozo negro en su centro. Bel se acercaba a él, día tras día, invadida por aquella negrura, ya no lograba recordar el rojo de sus labios, el amarillo de la laca de sus uñas, el verde de los ojos de Isa, todo lo había sustituido el sincolor. Pero llegó el día en el que encontraron a la niña de ojos grises. Y fue verla y todo empezó a pintarse, como si una mano invisible de niño pequeño pintase en su cuaderno de dibujo luchando por no salirse de la línea. La besaron, casi se la comieron, y fueron coloreando su piel tras cada caricia de labios. Bel fue a la habitación y la manchó de pintura amarilla y rosa, tapó el pozo con una manta y abrió la ventana para que entrara la luz del día. Salió a la calle y la pintó de colores, pintó a los abuelos, pintó a los árboles, a las flores, a los coches, a las farolas, al suelo, al cielo, a las sonrisas. Lo pintó todo y el mundo nunca había estado tan bonito.


Volvieron a casa con una niña de ojos verdes y lengua roja. Bel no lo sabía. No lo sabía pero ella fue quien dibujó el arco iris en los ojos de aquella niña de pasta de hojaldre.




.

dimarts, 4 d’agost del 2009

Al despertar.



Cuando despierto y abro los ojos me encuentro con algo tan y tan y tan y tan bello que tengo que volverlos a cerrar por miedo a que se deshagan mis pupilas. Entonces, abro primero uno de mis ojos,
d
e
s
p
a
c
i
o
y luego el otro, adaptando mi retina al nuevo aspecto del mundo. Y te miro, recorro todo tu cuerpo como si las miradas pudieran convertirse en caricias, en besos, en susurros. Me acerco y te abrazo con el mismo cuidado con el que una niña abrazaría a su muñeca. Busco tus labios y los beso en silencio, para no despertarte, y noto que están ardiendo y entreabro los míos para dejar que la lengua absorba el calor de tu cuerpo y así no tengas ni frío ni calor y puedas seguir soñando con ciudades de piruletas y coches de golosina. Soy como una espía que observa el mundo sin que el mundo la observe a ella, y pienso que los espías y yo somos seres privilegiados porque miramos el mundo con ojos pausados, mirando sin prisa y viendo la intensidad del color azul del cielo, del rojo de la toalla, del negro de tu pelo. Y tú sigues durmiendo ignorando que ahora soy una espía de tu cuerpo. Pero abres un ojo, me buscas entre la oscuridad de la habitación y sonríes. Besas mis labios, mi cuello, mi lengua y me excitas y te excita que me excite y nos hacemos el amor entre nubes de fresa, flores de melón y ríos de sandía. Entonces nos volvemos a dormir, pero sólo un ratito, el ratito para poder seguir respirándonos sin las prisas del mundo que hay tras la puerta de la habitación. Pones una mano sobre mi cuello y cierras los ojos. Yo intento luchar para mantenerme despierta y convertirme en espía otra vez pero el sueño vence a mis párpados y, antes de perderme en mi mundo de ojos cerrados, dibujo una sonrisa porque sé que, al despertar, tendré que volver a ir con cuidado de no dañarme las pupilas
.

dimecres, 22 de juliol del 2009

Día en el campo.


Y verse de nuevo y ver que el tiempo se quedó de piedra mientras estaban separadas. Pero no todo el tiempo, sino una parte de él. Y así se dieron cuenta de que el tiempo puede dividirse en pedazos y podían sentir el paso de los minutos en el trabajo, el paso de los días durante el invierno, el paso de los años en el cuerpo. Pero el tiempo, otro tiempo, el tiempo que sólo les pertenece a ellas, se había quedado esperándolas bajo la sombra de un árbol. Y al reencontrarse, Lucía estaba contenta, incluso más que cuando su tiempo avanzaba entre ellas porque entonces se les escapaba, corría y ellas tras él. Y ahora había descansado, había bebido un poco de agua y las encontró en un parque comiendo pastel de chocolate y haciéndose fotos con ojos de pez. Y María pensó que qué bien ser capaces de parar el tiempo, aunque sólo sea un cachito. Y Lucía se revolcó por el césped y María la siguió, y luego jugaron con los animalitos del bosque y cantaron, y rieron y una enorme burbuja se elevó hacia el cielo y explotó convertida en confetis, caramelos de fresa y demás cosas bonitas que sólo ellas son capaces de provocar.
.

dimecres, 15 de juliol del 2009

El robo.



Aquella tarde subí al autobús con mi capa de anonimato. Abrí el libro por la página zied y salí disparada de mi asiento al mundo de las palabras. Estaba en la mitad del camino hacia mi casa cuando un señor, usuario también del transporte urbano, empezó a gritar que le habían robado la nariz, ¡me han robado la nariiiiiiiz!, y se cerraron las puertas con un golpe seco que enmudeció a todos los allí presentes. Un rumor empezó a elevarse por encima de nuestras cabezas y me enteré que el conductor no dejaría entrar ni salir a nadie hasta que no apareciese el ladrón de narices. Una mujer que estaba de pie junto a la puerta empezó a quejarse de que ella tenía prisa, tenía que ir a hacer recados importantes y no podía perder el tiempo con estupideces como esa. El hombre que estaba a su lado se unió a la protesta y ambos se miraron, asintieron con la cabeza y un enorme lazo les rodeó por la cintura uniéndoles, así, en la lucha contra la pérdida de su sublime tiempo. Mientras tanto, el hombre hurtado seguía indignado y preguntaba a todo el mundo por su nariz perdida. Los bulos sobre el robo llegaron a mis oídos obligando a quitarme la capa y tomar parte en el misterio, yo he visto que una mujer le ha cogido la nariz y se la ha guardado en el bolsillo; yo he visto que la nariz se ha despegado de su cara y se ha ido volando por la ventana; pues yo he visto que blablabla. Todas las personas de la atmósfera autobusiana hablaban entre ellas dejando de lado sus libros, su música y sus pensamientos. Nos convertimos en amigos, en confesores de nuestras sospechas.

De repente, la mujer enlazada se desligó de su nuevo amigo y corrió hacia el conductor entre gritos de ¡estoy harta!, ¡no quiero esperar más!, y similares construcciones verbales nacidas de la impaciencia. Mientras se dirigía hacia el capitán de la nave, unos pequeños cuernos le crecieron de la cabeza, la piel se le cubrió de pelo negro y empezó a sacar humo por la nariz. Pero el conductor levantó su súper mano y se defendió del nuevo monstruo que antes vestía con pintalabios y perfume de Dior. Llevábamos ya más de una hora encerrados y, con el paso del tiempo, la capa con la que todos entramos al autobús fue arrinconada y así fue como conocí a la chica rubia que se llamaba Josefina, tenía veinticinco años y le encantaba patinar. Igual que a José, el chico con gafas y gorra deportista, que me contó que cada sábado se deslizaba por las calles del mar para sentir el aire en su cara. En la víctima del robo no volvimos a pensar hasta que las puertas se abrieron y el monstruo volvió a disfrazarse de mujer y bajó hacia la calle dibujando una falsa sonrisa a los extraños que nos observaban desde fuera. El pobre hombre sin nariz se había rendido. Con la nave en marcha, las capas volvieron a poseernos y los libros y la música volvieron a ser nuestro centro de atención. Pero Josefina se despidió de mi y me dio su teléfono y me dijo que un día podríamos ir a patinar y a beber un poco de aire, como José, y se rió, y le lancé un beso y se puso colorada y pensé que qué guapa que era y qué bien tener su teléfono. Estaba cerca de mi casa cuando la victima se puso en pie a la espera de su parada. El bus frenó, abrió sus puertas y entonces vi que el hombre robado sacó de su calcetín una grande y pecosa nariz, me guiñó un ojo y bajó con una sonrisa de satisfacción sobre sus labios.




dissabte, 27 de juny del 2009

Viajes





I

Debajo de la almohada, Laura encontró una piruleta de colorines como la de las niñas buenas de los dibujos animados. Al verla, supo que Manuel estaba esperándola entre maletas y pájaros de metal. Porque, igual que el ratoncito Pérez lleva caramelos a los niños a cambio de sus dientes de leche, Manuel llevaba golosinas a Laura a cambio de besos. Pero no de besos normales, no, sino de besos espaciales, entre nubes, soles y estrellas que duermen cuando el negro se vuelve azul.
Cécile llevaba meses esperando ese viaje, en cincuenta días morderé tus dedos, en treinta y cinco días lameré tu nuca, en diez días besaré la comisura de tus labios, en un día rozaré tu nariz para convertirnos en gnomos y vivir en nuestro bosque encantado hasta el último suspiro del verano, las palabras de John se repetían y repetían y repetían en Cécile que salía de su casa rumbo al mar.
Manuel se había enamorado de Laura una tarde después del trabajo. Estaban compartiendo un cigarro cuando ella se levantó muy rápido, casi volando, pensó, cogió una amapola que había en el suelo y se la colocó entre sus cabellos, esta mañana me he encontrado una bolsa llena de caramelos y ahora me encuentro esta flor, sonrió y volvió a su lado. Desde entonces, Manuel dejaba flores y caramelos en el camino de Laura hacia el trabajo y conseguía que cada día sonriera como aquella tarde.
John recibió un sobre azul pintado de nubes blancas. Cécile le había escrito. Veinticuatro ciudades, una bajo la otra, de igual estructura que la lista de la compra, Buenos Aires, Tenerife, París, Berlín, Los Ángeles, así hasta veinticuatro. Sonrió porque entendió que era su turno. El año pasado había sido ella quien decidió el lugar del encuentro, ahora él había recibido la lista. Miró la hora de su reloj, las diecisiete y cincuenta y tres, arrastró el dedo por el papel hasta llegar al diecisiete y encontró el lugar donde iba a enamorarse un poco más de Cécile.

II

Los encontramos en la carretera hacia las playas del sur. Ella iba con un vestido medio roto de color azul y verde y él llevaba un sombrero de granjero y una barba muy espesa. Estaban corriendo por el borde de la carretera, corrían y saltaban y reían y metían el dedo pulgar en la zona de los coches para que paráramos, habláramos con ellos y los lleváramos, también, a las playas del sur. Manuel frenó el coche y yo tuve miedo y le pedí que siguiera adelante. Pero pasamos por su lado y descubrí que llevaban una gran tarta de chocolate sobre una de las mochilas. Diez metros en adelante, paramos el coche. Siempre decía que las personas que se rodean de chocolate no pueden ser malas, es imposible que lo sean, por eso recogimos a los dos autostopistas. A cambio del viaje nos regalaron un trozo de pastel. Nos despedimos entre besos de chocolate. No fue hasta dos o tres horas más tarde que volvimos a verlos. Paseaban por la playa con el pastel entre las manos, pastel, pastel de chocolate y la gente se amontonaba alrededor y ellos les regalaban trozos y trozos de ese delicioso pastel y me quedé sentada mirando sus miradas, sus caricias, sus susurros, sus besos, sus sonrisas, sus dedos rozarse mientras cortaban un trozo para regalarle al niño del bañador de marinero que había acudido al anuncio de chocolate junto al mar. Laura nos miraba desde su toalla. Hacía rato que la veía sonriéndonos. Fue hacia el agua y yo detrás de ella y empezamos a hablar, no sé de qué, de cualquier estupidez imagino. Y entonces, ¿quieres que te cuente cómo me enamoré de Manuel?, y me contó que un verano cogió su mochila y se fue a recorrer la playa vendiendo collares y pulseras. A Manuel se lo encontró en una de ellas y le propuso un trato, si le regalaba algo bonito, él se desnudaría e iría por el pueblo corriendo y gritando que le perseguía un bombón de chocolate gigante. Y le regaló algo muy muy bonito. Me había quedado dormido en la playa cuando me desperté y vi que Laura y John hablaban y reían dentro del mar cuando, pastel, pastel de chocolate, oí a Cécile gritar entre las toallas. Me miró y, sonriéndome, vino a sentarse a la toalla de Laura. Empecé a hablar y a hablar de cosas insignificantes para llenar el vacío de silencio. Y entre palabras le expliqué mi historia de amor con John. Ella era de Rusia, él de Canadá y estaban de vacaciones en otro punto del mundo cuando se besaron por primera vez. Se quisieron, se amaron, se adoraron durante un mes. Y se despidieron. Durante el invierno Cécile recibió una llamada. John le pidió que dijera la primera ciudad que se le pasara por la mente, Roma, gritó Cécile, nos vemos en Roma al inicio del verano. Y se vieron en Roma al inicio de ese verano. Al año siguiente, fue Cécile quien llamó a John, dime un número del uno al diez, siete, un, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete, Marruecos. Te espero allí el primer día de verano. Año tras año se encontraban en distintos puntos del mundo que el azar decidía por ellos. ¿Y eres feliz?, le pregunté. Y mirándose a las manos asintió lentamente, como con vergüenza, los besos tienen un sabor distinto en París, en Australia, en Berlín, en Bangladesh, aquí, y eso me hace sonreír. Y sonrió.

III

No se volvieron a ver más. Unos siguieron persiguiendo el sabor de los besos alrededor del mundo, los otros viajaban a la ciudad maravillosa del ombligo, al bosque encantado de la nuca, a la cueva misteriosa de la boca, al desierto sofocante del vientre, descubriendo, así, que el sabor de los besos puede ser infinito.






dilluns, 18 de maig del 2009

Berlín.



(Escuchad la banda sonora del cuento mientras lo leeis: www.youtube.com/watch?v=ncjo1ErpM-o&feature=related)




Aquella noche sorprendí a L. con un billete de tren. A Berlín, sonrió y me abrazó como sólo una nube de algodón sería capaz de hacer. Hicimos la maleta y en media hora estábamos en la estación soñando con el nuevo escenario para nuestros besos. Porque el dónde era insignificante. Nos daba lo mismo ir a Berlín, a Londres, a Madrid o al pueblo de al lado porque, fuéramos donde fuéramos, íbamos nadando entre cielos de color rojo, amarillo, azul y verde.

Fue cuando llegamos a la ciudad que te conocimos. L. y yo te propusimos un plan: cervezas y tapas a cambio de un rincón en tu dormitorio para dormir. Tú tenías entonces veintidós años y dormías en la residencia de tu facultad. Aceptaste nuestra propuesta y entre vinos y cañas nos contaste que eras Jacob, vietnamita de nacimiento y un enamorado del ser humano. Desde el principio supe que eras especial. No era la primera vez que intercambiábamos charlas por cama, siempre que viajábamos nos poníamos en la puerta de las residencias y esperábamos a que alguien aceptase nuestra propuesta. Pero contigo fue distinto. Bajaste las escaleras y, desde arriba, nos sonreías. No tuviste miedo ni vergüenza, viniste tú a nosotras, como si supieras que teníamos que decirte algo. Nos comunicamos sin hablar, casi sin mirarnos. Y nos besaste en la frente al chivarte nuestros nombres. Cuando cerraron los bares nos fuimos a tu habitación. Era de color amarillo y habías dibujado soles en las paredes, aún estaba el bote de pintura abierto en el suelo, porque mi obra nunca estará acabada, y nos invitaste a la última copa de vino. Cuando dormías, unté mis manos de pintura y dibujé un corazón al lado de tu cama, pequeñito, pequeñito, para que tomara forma de secreto y sólo lo pudieras oír mientras dormías. Nos serviste el vino y nos sentamos en el suelo rodeados de velas y olor a incienso. Encendiste el tocadiscos y escuchamos música vietnamita entre risas, miradas y tus manos temblando de melancolía. Nos explicaste historias de la guerra, de tus padres, de tus amigos, de ella, y lloraste y lloré y L. también lloró y nos abrazamos y sentimos que entre nuestros brazos nada malo podía ocurrir. Y al final nos dormimos.

A la mañana siguiente, L. y yo teníamos que marcharnos. El tren salía en dos horas y los coches, el humo y la rutina reclamaban nuestra vuelta. No quería despedirme de ti. Me abrazaste, me escondiste una flor entre los cabellos y me besaste en la frente, como la primera vez. Subí al tren con L. entre mis brazos. La besé, me besó y nos fuimos dirección a casa con el dulce sabor de aquellas lágrimas en nuestros labios.






dissabte, 25 d’abril del 2009

Al mediodía






¿Sabíais que cada día, durante una hora y media, el reloj del campanario deja de dar la hora, que las agujas siguen bailando al ritmo del tictac pero las campanas sólo repican una vez? Clara no lo sabía porque siempre que quería miraba su muñeca y allí estaban las agujas marcando la exactitud horaria, impasibles al mundo, al otro mundo que hay tras su esfera de cristal, a nuestro mundo del cual ellas son las dueñas. Pero aquella mañana el reloj de Clara dejó de funcionar. Y lo hizo en la peor hora de todas, la hora en que más tiempo se oía un sólo TON. Eran las doce y media de la mañana y hasta las dos del mediodía el mundo iba a estar sin hora. Es durante esta hora y media que la magia se apodera del mundo, no a la medianoche como todos creen, todo el mundo incluso Clara que precisamente en ese momento estaba adentrándose en el metro ignorando que en su espalda habían aparecido dos enormes alas.


Distraída, entró en vagón y se sentó en la primera silla que vio vacía. Tarareaba "Lucy in the sky with diamonds", canción que los Beatles habían decidido cantar a modo de susurro sólo en sus oídos. Sacó un libro de la mochila y se disponía a leer cuando bruscamente se agitó el metro. Alzó la vista y vio que muchos de los pasajeros habían caído al suelo a causa del temblor. Se levantó para ayudar a una abuela que allí estaba tendida cuando vio que en lugar de piernas tenía una preciosa cola de sirena. Tras el asombro, empezó a fijarse en los demás viajeros y vio que a su lado estaba sentado un hombre que en medio de la frente tenía un cuerno de unicornio. El chico de más allá, en lugar de nariz le había crecido una gran trompa de elefante, la mujer del carrito con el bebé tenía unas divertidas orejas de duende.


Entonces se le ocurrió. Miró el cristal del vagón y buscó su reflejo. Y las vio. Vio sus enormes alas descansar tras su espalda. Se puso de pie, fue hacia la salida y, al abrirse las puertas, echó a volar hacia las nubes.







dimarts, 21 d’abril del 2009

El descrecimiento

Sus ojos me miran, directa-mente, con descaro, casi con violencia. Atraviesa la pantalla gritándome el tictac del controlador del tiempo, como una bala, como una bala pero de fogueo que asusta pero no mata, esas, esas son las peores. Me dicen que sus ojos son mis ojos aunque ahora yo esté aquí sentada oliendo mi aliento, tocando mi pelo, mirando mis pechos, me siguen diciendo que sus ojos son mis ojos. Y yo no puedo creérmelo, no puedo, porque ella sigue allí, tras la pantalla de televisión ignorando mi preocupación de que sus ojos son mis ojos aunque ya no parezcan sus ojos. Pero eso a ella le da igual, ella continua jugando con su hermana, bailando, riendo, comiendo su pastel de cumpleaños y yo pienso que la unión de esos nombres no es justa e invento una palabra nueva, descumpleaños, y río irónica-mente sintiéndome ingeniosa, y ella ríe desde el otro lado y veo su risa y recuerdo mi risa de hace unos segundos y se me borra el gesto de la cara y el cuerpo parece que se me anude entre nudos de lana, y ella vuelve a tener el poder y yo vuelvo a temblar con todo mi cuerpo conocido, común-mente, como mujer, no niña. Y yo tiemblo, y ella ríe.

Pero del vestido de la pantalla reconozco su tacto, su sitio en el armario, y lo lleva ella, lo lleva ella y no yo, pero sé que es mío. Y el pijama. Noto el sabor de mi boca al despertar, huelo mi cuerpo metido dentro de ese trozo de tela con dibujos de gatos y conejos, oigo la televisión encendida con mis dibujos favoritos y un olor lejano a leche recién hervida. Y ella está ahí, representando mi escena, y yo veo cómo lleva puesto mi pijama, cómo lleva el pelo despeinado tras levantarse, cómo vive mi pasado, lo vive y yo lo recuerdo, y el recuerdo tiene paisajes, olores, sabores y nadamás. Mi recuerdo no me recuerda. Y cada vez me siento más pequeña en mi cuerpo grande, y me tapo con la manta y pienso que qué triste no recordarme, y me pongo a llorar, pero en silencio, que es como deben llorar los adultos. Sigue riendo y siento como si millones de cuchillos atravesaran mi cuerpo porque ella no es yo, yo fui ella pero ella es ella y sólo ella, sin mí. Así que ríe y ríe y vuelve a reír.

Y pienso que qué bien vivir sin consciencia de pasado, sin consciencia de futuro, y deseo volver a ser ella, a ver a través de sus ojos, como dicen que hacía, y poder volver a reír con todos los dientes como lleva haciendo ella desde que me he sentado en este sofá. Pero apago la televisión, me lavo los dientes, me pongo el pijama y, cuando me quedo a oscuras comparo a mis dos yos y quiero creer que prefiero a la de ahora porque pienso, razono, reflexiono, y la de la pantalla no, ella sólo ríe, salta, grita, pero no piensa, prefiero pensar, titubea una voz interior, y me tapo con la manta hasta la altura de los ojos maquillando una sonrisa de dientes perfectos.





dilluns, 20 d’abril del 2009

Beso de ensueño


Aquella noche me llevaste a las nubes.

Recuerdo que salíamos de un baile, yo iba vestida con una camisa blanca y un sombrero amarillo, de dandy, dijo una voz y me reí, sí de dandy pero sólo en la cabeza porque de cintura hacia abajo iba tapada con unas braguitas de Mickey Mouse, descarada, quizás, pero a veces necesito gritar al mundo que sigo soñando con un mundo de fantasías pese a tener arrugas en la cara y canas en el pelo. Estaba feliz, muy feliz. Y tú estabas conmigo, reías a carcajadas y me agarrabas fuerte de la mano, no quiero que te caigas, me susurrabas entre gritos mientras bajábamos corriendo las escaleras que nos lanzaban fuera del baile. Tú ibas con un vestido azul, porque eres la princesa azul de los cuentos de hadas, y en el pelo llevabas un panal de abejas, así estoy más dulce, y metías la mano en él y sacabas montones y montones de miel y me la metías entre los labios y yo me deleitaba con lo dulce que podías llegar a ser.

Unos labios enormes aparecieron ante nosotras, olían a fresa y se acercaba cada vez más y más y más y lo que parecía bello en la lejanía se iba transformando en horror y a cada centímetro recorrido parecía que nuestra muerte por engullimiento iba a ser más temprana. Así que empezamos a correr huyendo de aquel beso enorme y sanguinario que iba a devorarnos entre perfume de fresas. Pero cuanto más corríamos, más cerca estaba y sus babas imposibilitaban nuestra huída hasta acabar en el suelo revueltas en su tela de araña salival. Entonces me miraste y, tengo una idea, me besaste. Y yo perdí la noción del espacio y me sentí flotar entre nubes y estrellas y cometas de esas fugaces que se pasean por el cielo. Tan sólo notaba tus labios rozando los míos, nuestras lenguas entrelazadas bailando al ritmo que sólo los mejores besos pueden bailar, y ese sabor. Ese sabor que antes nos había perseguido, amenazante, queriéndonos devorar, se había instaurado entre nuestras bocas y lo comíamos, lo devorábamos como dos depredadoras de lengua y saliva. Ya me habías advertido de tu grado de dulzura entre zumbidos de abeja sobre tu cabeza, pero nunca había sido consciente de lo dulce que es la dulzura, nunca hasta esa noche en que el beso de fresa nos encontró. Fresa, fresa, fresa, fresa, fresa, fresa, fresa y sólo fresa.