diumenge, 17 de gener del 2010

Reflexiones en el baño.




Tu cepillo de dientes ya no está en el baño. Seguramente está guardado en un neceser, dentro de una mochila dentro de un armario dentro de una habitación dentro de una casa dentro de un país que está lejos, lejos, muy lejos, tanto que casi toca la línea donde el mar parece terminar.
Y al ver-no-ver tu cepillo sobre el mármol he recordado que, desde el día que me hablaste de aquel atardecer, quería ponerte letras. Pero nunca sabía cómo comenzarte. Tú misma me lo dijiste al describirme aquella tarde en la isla, tumbada sobre la arena, viendo el sol empequeñecerse, todo la belleza que sentías querías ponerle palabras, como para eternizarlo, sabes?, pero tu lengua no sabía moverse al compás de tus emociones y te quedaste sintiendo, nadamás. ¿Para qué quieres ponerle una voz? te preguntaron y te preguntaste y luego sonreíste al entender que no era necesario, que tú estabas ahí, frente al sol, frente al mar, frente a la vida mientras yo escribo lo que no pude vivir.

Podría empezarte hablando de la manera en que te comes las uñas y como juntas los dedos para sacarte las pieles que han quedado fuera del alcance de la boca. O también podría describir tu forma de achinar los ojos cuando hablas de algo que crees interesante, los entrecierras como si un sol insoportable estuviera cegando tu mirada o como si una miopía inexistente te impidiera ver tu serie de dibujos animados preferida. Pero creo que empezaré por ti y luego vendrá lo demás.

Un día me contaste - creo que fue el mismo día que me hablaste del mudo atardecer - un cuento de magia, un cuento que acababas de vivir y que tampoco podías explicar. Me hablaste de una noche en la que marchaste a casa, a tu casa de la isla, envuelta en lágrimas. Acababas de despedirte de él y una sensación que tampoco pudiste explicarme te empujó a coger la bici y pedalear en la noche hasta encontrarte con su barco. Era marinero y lo habías conocido hacía unas horas. Pero querías besarle, no podías, no querías irte a dormir sin besar, tocar, oler a aquella persona que tantos nosequés abría en tu cabeza. Y llegaste a su puerta y el marinero te besó durante toda la noche. A la mañana siguiente te levantaste y fuiste al café dejando tu bici amarrada en el puerto. Aquella mañana el cielo estaba de un color naranja, un color raro, insólito, un color que acaparó tu atención durante gran parte del día. Hasta que saliste a por la bici y encontraste aquella varita mágica.

Me lo contaste así, sabiendo que aquello era algún mensaje, algo así como un código indescifrable entre tú y el mundo. Pero yo rápidamente entendí que aquella estrella era ese algo que tanto tiempo llevabas buscando. Y ahora estaba sobre la cesta de tu bici, delante de tus ojos, al alcance de tus dedos, gritándote, en silencio, que yapuedesdescansar. Y sin oírla, creyendo que no la entendías, la entendiste. Te quedaste un tiempo más en aquella isla, disfrutando de atardeceres sinnombre y besos marineros.

Y la estrella volvió a desaparecer y tú volviste a casa, a nuestra casa, sin saber que la habías perdido. Pero volvías a sentir un algo, una cosa sin palabras que te hizo volver a guardar el cepillo dentrodelneceserdentrodelamaleta y coger un avión rumbo a otros cielos, a otros labios y a otros soles.

Cuando la varita esté sobre tus manos volveré a ver tu cepillo en el lavabo. Y sonrío por ello, perseguidora de estrellas.