dissabte, 25 d’abril del 2009

Al mediodía






¿Sabíais que cada día, durante una hora y media, el reloj del campanario deja de dar la hora, que las agujas siguen bailando al ritmo del tictac pero las campanas sólo repican una vez? Clara no lo sabía porque siempre que quería miraba su muñeca y allí estaban las agujas marcando la exactitud horaria, impasibles al mundo, al otro mundo que hay tras su esfera de cristal, a nuestro mundo del cual ellas son las dueñas. Pero aquella mañana el reloj de Clara dejó de funcionar. Y lo hizo en la peor hora de todas, la hora en que más tiempo se oía un sólo TON. Eran las doce y media de la mañana y hasta las dos del mediodía el mundo iba a estar sin hora. Es durante esta hora y media que la magia se apodera del mundo, no a la medianoche como todos creen, todo el mundo incluso Clara que precisamente en ese momento estaba adentrándose en el metro ignorando que en su espalda habían aparecido dos enormes alas.


Distraída, entró en vagón y se sentó en la primera silla que vio vacía. Tarareaba "Lucy in the sky with diamonds", canción que los Beatles habían decidido cantar a modo de susurro sólo en sus oídos. Sacó un libro de la mochila y se disponía a leer cuando bruscamente se agitó el metro. Alzó la vista y vio que muchos de los pasajeros habían caído al suelo a causa del temblor. Se levantó para ayudar a una abuela que allí estaba tendida cuando vio que en lugar de piernas tenía una preciosa cola de sirena. Tras el asombro, empezó a fijarse en los demás viajeros y vio que a su lado estaba sentado un hombre que en medio de la frente tenía un cuerno de unicornio. El chico de más allá, en lugar de nariz le había crecido una gran trompa de elefante, la mujer del carrito con el bebé tenía unas divertidas orejas de duende.


Entonces se le ocurrió. Miró el cristal del vagón y buscó su reflejo. Y las vio. Vio sus enormes alas descansar tras su espalda. Se puso de pie, fue hacia la salida y, al abrirse las puertas, echó a volar hacia las nubes.







dimarts, 21 d’abril del 2009

El descrecimiento

Sus ojos me miran, directa-mente, con descaro, casi con violencia. Atraviesa la pantalla gritándome el tictac del controlador del tiempo, como una bala, como una bala pero de fogueo que asusta pero no mata, esas, esas son las peores. Me dicen que sus ojos son mis ojos aunque ahora yo esté aquí sentada oliendo mi aliento, tocando mi pelo, mirando mis pechos, me siguen diciendo que sus ojos son mis ojos. Y yo no puedo creérmelo, no puedo, porque ella sigue allí, tras la pantalla de televisión ignorando mi preocupación de que sus ojos son mis ojos aunque ya no parezcan sus ojos. Pero eso a ella le da igual, ella continua jugando con su hermana, bailando, riendo, comiendo su pastel de cumpleaños y yo pienso que la unión de esos nombres no es justa e invento una palabra nueva, descumpleaños, y río irónica-mente sintiéndome ingeniosa, y ella ríe desde el otro lado y veo su risa y recuerdo mi risa de hace unos segundos y se me borra el gesto de la cara y el cuerpo parece que se me anude entre nudos de lana, y ella vuelve a tener el poder y yo vuelvo a temblar con todo mi cuerpo conocido, común-mente, como mujer, no niña. Y yo tiemblo, y ella ríe.

Pero del vestido de la pantalla reconozco su tacto, su sitio en el armario, y lo lleva ella, lo lleva ella y no yo, pero sé que es mío. Y el pijama. Noto el sabor de mi boca al despertar, huelo mi cuerpo metido dentro de ese trozo de tela con dibujos de gatos y conejos, oigo la televisión encendida con mis dibujos favoritos y un olor lejano a leche recién hervida. Y ella está ahí, representando mi escena, y yo veo cómo lleva puesto mi pijama, cómo lleva el pelo despeinado tras levantarse, cómo vive mi pasado, lo vive y yo lo recuerdo, y el recuerdo tiene paisajes, olores, sabores y nadamás. Mi recuerdo no me recuerda. Y cada vez me siento más pequeña en mi cuerpo grande, y me tapo con la manta y pienso que qué triste no recordarme, y me pongo a llorar, pero en silencio, que es como deben llorar los adultos. Sigue riendo y siento como si millones de cuchillos atravesaran mi cuerpo porque ella no es yo, yo fui ella pero ella es ella y sólo ella, sin mí. Así que ríe y ríe y vuelve a reír.

Y pienso que qué bien vivir sin consciencia de pasado, sin consciencia de futuro, y deseo volver a ser ella, a ver a través de sus ojos, como dicen que hacía, y poder volver a reír con todos los dientes como lleva haciendo ella desde que me he sentado en este sofá. Pero apago la televisión, me lavo los dientes, me pongo el pijama y, cuando me quedo a oscuras comparo a mis dos yos y quiero creer que prefiero a la de ahora porque pienso, razono, reflexiono, y la de la pantalla no, ella sólo ríe, salta, grita, pero no piensa, prefiero pensar, titubea una voz interior, y me tapo con la manta hasta la altura de los ojos maquillando una sonrisa de dientes perfectos.





dilluns, 20 d’abril del 2009

Beso de ensueño


Aquella noche me llevaste a las nubes.

Recuerdo que salíamos de un baile, yo iba vestida con una camisa blanca y un sombrero amarillo, de dandy, dijo una voz y me reí, sí de dandy pero sólo en la cabeza porque de cintura hacia abajo iba tapada con unas braguitas de Mickey Mouse, descarada, quizás, pero a veces necesito gritar al mundo que sigo soñando con un mundo de fantasías pese a tener arrugas en la cara y canas en el pelo. Estaba feliz, muy feliz. Y tú estabas conmigo, reías a carcajadas y me agarrabas fuerte de la mano, no quiero que te caigas, me susurrabas entre gritos mientras bajábamos corriendo las escaleras que nos lanzaban fuera del baile. Tú ibas con un vestido azul, porque eres la princesa azul de los cuentos de hadas, y en el pelo llevabas un panal de abejas, así estoy más dulce, y metías la mano en él y sacabas montones y montones de miel y me la metías entre los labios y yo me deleitaba con lo dulce que podías llegar a ser.

Unos labios enormes aparecieron ante nosotras, olían a fresa y se acercaba cada vez más y más y más y lo que parecía bello en la lejanía se iba transformando en horror y a cada centímetro recorrido parecía que nuestra muerte por engullimiento iba a ser más temprana. Así que empezamos a correr huyendo de aquel beso enorme y sanguinario que iba a devorarnos entre perfume de fresas. Pero cuanto más corríamos, más cerca estaba y sus babas imposibilitaban nuestra huída hasta acabar en el suelo revueltas en su tela de araña salival. Entonces me miraste y, tengo una idea, me besaste. Y yo perdí la noción del espacio y me sentí flotar entre nubes y estrellas y cometas de esas fugaces que se pasean por el cielo. Tan sólo notaba tus labios rozando los míos, nuestras lenguas entrelazadas bailando al ritmo que sólo los mejores besos pueden bailar, y ese sabor. Ese sabor que antes nos había perseguido, amenazante, queriéndonos devorar, se había instaurado entre nuestras bocas y lo comíamos, lo devorábamos como dos depredadoras de lengua y saliva. Ya me habías advertido de tu grado de dulzura entre zumbidos de abeja sobre tu cabeza, pero nunca había sido consciente de lo dulce que es la dulzura, nunca hasta esa noche en que el beso de fresa nos encontró. Fresa, fresa, fresa, fresa, fresa, fresa, fresa y sólo fresa.