dissabte, 27 de juny del 2009

Viajes





I

Debajo de la almohada, Laura encontró una piruleta de colorines como la de las niñas buenas de los dibujos animados. Al verla, supo que Manuel estaba esperándola entre maletas y pájaros de metal. Porque, igual que el ratoncito Pérez lleva caramelos a los niños a cambio de sus dientes de leche, Manuel llevaba golosinas a Laura a cambio de besos. Pero no de besos normales, no, sino de besos espaciales, entre nubes, soles y estrellas que duermen cuando el negro se vuelve azul.
Cécile llevaba meses esperando ese viaje, en cincuenta días morderé tus dedos, en treinta y cinco días lameré tu nuca, en diez días besaré la comisura de tus labios, en un día rozaré tu nariz para convertirnos en gnomos y vivir en nuestro bosque encantado hasta el último suspiro del verano, las palabras de John se repetían y repetían y repetían en Cécile que salía de su casa rumbo al mar.
Manuel se había enamorado de Laura una tarde después del trabajo. Estaban compartiendo un cigarro cuando ella se levantó muy rápido, casi volando, pensó, cogió una amapola que había en el suelo y se la colocó entre sus cabellos, esta mañana me he encontrado una bolsa llena de caramelos y ahora me encuentro esta flor, sonrió y volvió a su lado. Desde entonces, Manuel dejaba flores y caramelos en el camino de Laura hacia el trabajo y conseguía que cada día sonriera como aquella tarde.
John recibió un sobre azul pintado de nubes blancas. Cécile le había escrito. Veinticuatro ciudades, una bajo la otra, de igual estructura que la lista de la compra, Buenos Aires, Tenerife, París, Berlín, Los Ángeles, así hasta veinticuatro. Sonrió porque entendió que era su turno. El año pasado había sido ella quien decidió el lugar del encuentro, ahora él había recibido la lista. Miró la hora de su reloj, las diecisiete y cincuenta y tres, arrastró el dedo por el papel hasta llegar al diecisiete y encontró el lugar donde iba a enamorarse un poco más de Cécile.

II

Los encontramos en la carretera hacia las playas del sur. Ella iba con un vestido medio roto de color azul y verde y él llevaba un sombrero de granjero y una barba muy espesa. Estaban corriendo por el borde de la carretera, corrían y saltaban y reían y metían el dedo pulgar en la zona de los coches para que paráramos, habláramos con ellos y los lleváramos, también, a las playas del sur. Manuel frenó el coche y yo tuve miedo y le pedí que siguiera adelante. Pero pasamos por su lado y descubrí que llevaban una gran tarta de chocolate sobre una de las mochilas. Diez metros en adelante, paramos el coche. Siempre decía que las personas que se rodean de chocolate no pueden ser malas, es imposible que lo sean, por eso recogimos a los dos autostopistas. A cambio del viaje nos regalaron un trozo de pastel. Nos despedimos entre besos de chocolate. No fue hasta dos o tres horas más tarde que volvimos a verlos. Paseaban por la playa con el pastel entre las manos, pastel, pastel de chocolate y la gente se amontonaba alrededor y ellos les regalaban trozos y trozos de ese delicioso pastel y me quedé sentada mirando sus miradas, sus caricias, sus susurros, sus besos, sus sonrisas, sus dedos rozarse mientras cortaban un trozo para regalarle al niño del bañador de marinero que había acudido al anuncio de chocolate junto al mar. Laura nos miraba desde su toalla. Hacía rato que la veía sonriéndonos. Fue hacia el agua y yo detrás de ella y empezamos a hablar, no sé de qué, de cualquier estupidez imagino. Y entonces, ¿quieres que te cuente cómo me enamoré de Manuel?, y me contó que un verano cogió su mochila y se fue a recorrer la playa vendiendo collares y pulseras. A Manuel se lo encontró en una de ellas y le propuso un trato, si le regalaba algo bonito, él se desnudaría e iría por el pueblo corriendo y gritando que le perseguía un bombón de chocolate gigante. Y le regaló algo muy muy bonito. Me había quedado dormido en la playa cuando me desperté y vi que Laura y John hablaban y reían dentro del mar cuando, pastel, pastel de chocolate, oí a Cécile gritar entre las toallas. Me miró y, sonriéndome, vino a sentarse a la toalla de Laura. Empecé a hablar y a hablar de cosas insignificantes para llenar el vacío de silencio. Y entre palabras le expliqué mi historia de amor con John. Ella era de Rusia, él de Canadá y estaban de vacaciones en otro punto del mundo cuando se besaron por primera vez. Se quisieron, se amaron, se adoraron durante un mes. Y se despidieron. Durante el invierno Cécile recibió una llamada. John le pidió que dijera la primera ciudad que se le pasara por la mente, Roma, gritó Cécile, nos vemos en Roma al inicio del verano. Y se vieron en Roma al inicio de ese verano. Al año siguiente, fue Cécile quien llamó a John, dime un número del uno al diez, siete, un, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete, Marruecos. Te espero allí el primer día de verano. Año tras año se encontraban en distintos puntos del mundo que el azar decidía por ellos. ¿Y eres feliz?, le pregunté. Y mirándose a las manos asintió lentamente, como con vergüenza, los besos tienen un sabor distinto en París, en Australia, en Berlín, en Bangladesh, aquí, y eso me hace sonreír. Y sonrió.

III

No se volvieron a ver más. Unos siguieron persiguiendo el sabor de los besos alrededor del mundo, los otros viajaban a la ciudad maravillosa del ombligo, al bosque encantado de la nuca, a la cueva misteriosa de la boca, al desierto sofocante del vientre, descubriendo, así, que el sabor de los besos puede ser infinito.






3 comentaris:

  1. Que bonito Elia, es increible como haces sentir y poner los pelos de punta al leer tus cuentos. No dejes nunca de esrcibir, por favor, necesitamos tus relatos para valorar la vida.

    Un fuertisimo abrazo y gracias. Ana Mª

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  2. Peque!!!!!! lo primero que me viene a la cabeza despues de "leerte" es orgullo . me encanta como ves la vida y como la reflejas.........lo voy a volver a leer de nuevo ahora mismo.
    besitos de tu papi

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  3. menuda cabezota estoy echa de verdad que no he entendido nada puede alguien explicarme

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