dilluns, 18 de maig del 2009

Berlín.



(Escuchad la banda sonora del cuento mientras lo leeis: www.youtube.com/watch?v=ncjo1ErpM-o&feature=related)




Aquella noche sorprendí a L. con un billete de tren. A Berlín, sonrió y me abrazó como sólo una nube de algodón sería capaz de hacer. Hicimos la maleta y en media hora estábamos en la estación soñando con el nuevo escenario para nuestros besos. Porque el dónde era insignificante. Nos daba lo mismo ir a Berlín, a Londres, a Madrid o al pueblo de al lado porque, fuéramos donde fuéramos, íbamos nadando entre cielos de color rojo, amarillo, azul y verde.

Fue cuando llegamos a la ciudad que te conocimos. L. y yo te propusimos un plan: cervezas y tapas a cambio de un rincón en tu dormitorio para dormir. Tú tenías entonces veintidós años y dormías en la residencia de tu facultad. Aceptaste nuestra propuesta y entre vinos y cañas nos contaste que eras Jacob, vietnamita de nacimiento y un enamorado del ser humano. Desde el principio supe que eras especial. No era la primera vez que intercambiábamos charlas por cama, siempre que viajábamos nos poníamos en la puerta de las residencias y esperábamos a que alguien aceptase nuestra propuesta. Pero contigo fue distinto. Bajaste las escaleras y, desde arriba, nos sonreías. No tuviste miedo ni vergüenza, viniste tú a nosotras, como si supieras que teníamos que decirte algo. Nos comunicamos sin hablar, casi sin mirarnos. Y nos besaste en la frente al chivarte nuestros nombres. Cuando cerraron los bares nos fuimos a tu habitación. Era de color amarillo y habías dibujado soles en las paredes, aún estaba el bote de pintura abierto en el suelo, porque mi obra nunca estará acabada, y nos invitaste a la última copa de vino. Cuando dormías, unté mis manos de pintura y dibujé un corazón al lado de tu cama, pequeñito, pequeñito, para que tomara forma de secreto y sólo lo pudieras oír mientras dormías. Nos serviste el vino y nos sentamos en el suelo rodeados de velas y olor a incienso. Encendiste el tocadiscos y escuchamos música vietnamita entre risas, miradas y tus manos temblando de melancolía. Nos explicaste historias de la guerra, de tus padres, de tus amigos, de ella, y lloraste y lloré y L. también lloró y nos abrazamos y sentimos que entre nuestros brazos nada malo podía ocurrir. Y al final nos dormimos.

A la mañana siguiente, L. y yo teníamos que marcharnos. El tren salía en dos horas y los coches, el humo y la rutina reclamaban nuestra vuelta. No quería despedirme de ti. Me abrazaste, me escondiste una flor entre los cabellos y me besaste en la frente, como la primera vez. Subí al tren con L. entre mis brazos. La besé, me besó y nos fuimos dirección a casa con el dulce sabor de aquellas lágrimas en nuestros labios.