divendres, 28 d’agost del 2009

Treinta.



M conoció a F entre hojas de papel, operaciones matemáticas y bocadillos a la hora del patio. Se atraían en silencio, hablándose con las no palabras, acercándose cada vez más el uno al otro, como sin querer, como si un acto involuntario les obligara a aproximarse, como si nunca hubieran fantaseado con el sabor de su aliento. Uno de esos días de merienda, M y F se conocieron. Y aquel día llovieron confetis y serpentinas de colores que inundaron la ciudad de sonrisas. Empezaron a verse tras las clases. Se acariciaban las manos por los pasillos fingiendo un choque accidental y se marchaban riendo y tapándose la boca al ver que nadie, excepto ellos, era capaz de entender aquel lenguaje vacío de palabras. Era su lenguaje secreto. Entonces tenían catorce años y se enamoraron pintándose el corazón de un rojo intenso. Algunas tardes, se quedaban en el banco de la plaza comiendo pipas, saboreando los animalitos que recorrían por su estómago y que salían al mundo exterior convertidos en besos. Otras tardes, quedaban con sus amigos y jugaban a unos billares escuchando buena música y fumando sus primeros cigarrillos. Entre todos crearon una gran familia. La familia de las barbacoas de domingo, la familia de las hogueras en la playa, la familia de las canciones en guitarra, de los chistes picantes, de las risas y carcajadas y más risas y más carcajadas. Y más tarde, M se vistió de blanco y F de traje. Celebraron sus besos viajando por el norte y por el sur y, en cada lugar, dejaban una prenda escondida bajo la cama. A veces un calcetín, otras un pañuelo, las veces más atrevidas unas braguitas o unos calzoncillos, y lo escondían muy pero que muy bien para que nadie lo descubriese y así poder ir dejando un trocito de ellos en cada parte del mundo. Entonces, dos margaritas florecieron de la saliva de sus besos. Primero una; a lo pocos años la otra. Y las miradas y caricias se repartieron entre cuatro. Se trasladaron a una casita con jardín y un buzón de esos que parecen de caramelo y allí estuvieron años y años regando y mimando a sus dos flores favoritas hasta que se convirtieron en árboles y volvieron a la gran ciudad. M y F pintaron una nueva capa de color rojo sobre sus corazones. Lo hicieron sin prisa, disfrutando de cada movimiento de pincel como si sus manos bailaran a ritmo de vals, consiguiendo un rojo tan y tan bonito que el pecho no era suficiente para cobijarlo y, habían días, en los que salían rayos rojos de sus ojos, otros días de sus labios, otros días de sus manos. Y, así, acabaron coloreando de rojo corazón el mundo que les envolvía.
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4 comentaris:

  1. Es preciosa esta historia.
    Me parecía tan bonita que yo, pesimista como soy, estuve en tensión hasta el último punto por si algo les chafaba el romance.
    Pero no, no fue así. Un besito! Escribes muy bien :)

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  2. La he vuelto a leer, con esta van ... ni me acuerdo , y siempre me erizo , mi piel también te lee y siente nostalgia porque esa historia le suena.
    Te quiero mucho, mucho

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  3. El anónimo de ariba soy yo , tu papi.

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