¿Sabes
qué pasa? Que parece que cuando te miras al espejo, cara a cara, ojos a ojos,
es cuando menos ves de ti misma. Y la verdad es que no lo entiendo. No entiendo
por qué si me miro no puedo ver lo que soy, aquella que anda por la calle,
aquella que está todo el día dándole que te pego a la cabeza. Cuando me
encuentro con esos puntos marrones, esos círculos extraños que me miran con
aspecto de interrogante es cuando menos me veo y más raro y absurdo me parece
todo. Entonces llega esa parte de mí, de hace tantos y tantos años, que llama a
la puerta de mi conciencia y me pregunta ¿me dejas salir?
Y me mareo un poco, sólo
lo justo para poder abrir la puerta y que ella, mi niña, salga afuera y me dé
un par de ostias que me muevan desde las pupilas hasta las entrañas. No sé qué
espero cada vez que me miro al espejo, no sé qué espero cada vez que me siento
frente a una hoja en blanco, no sé qué espero examinando siempre mi conciencia.
Sólo sé que lo único que quiero es que esa niña que a veces sale en mi búsqueda
siga conmigo para siempre. Porque me equilibra. Me escupe mi naturaleza más
profunda. Y se ríe de mí en mi cara, a carcajada limpia.
¿Y qué esperabas?
Parece que me diga. Pues no lo sé, algo más que este temblor eterno en mi
cuerpo. Respondo yo cada vez más y más pequeña. Ella, la niña, está firme como
una roca. Yo, la mujer, tiemblo al mirarla cara a cara, ojos a ojos. Qué estúpido
es esto de hacerse mayor, ¿no?
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