Recuerdo
que yo tenía tan sólo nueve años. Estábamos en el parque del pueblo,
junto al lago. No era uno de esos días preciosos ni de postal, más bien
era uno de esos días en los que apetece estar en casa, tapada y tomando
una taza de leche caliente. Pero estábamos allí. Solas. Mirando cómo los
patos nadaban tranquilamente sobre el agua, como si no pesaran nada,
suspendidos sobre el material extraño del agua que, si lo tocas, se
escurre entre los dedos. Y allí estaban ellos, majestuosos, nadando
sobre el agua y demostrándonos lo lejos que estamos de la comprensión de
la naturaleza. Nosotras allí éramos simples espectadoras del
funcionamiento del mundo. Y las dos estábamos fascinadas. Estuvimos como
quince minutos mudas, mirando hacia el lago que tantas veces habíamos
visto pero al que nunca habíamos clavado los ojos con la fuerza de una
atenta mirada. Y nuestra fuerza se había convertido en un imán, un imán
capaz de acallar cualquier palabra vacía que en ese momento podríamos
haber dicho. Era inútil intentarlo. El silencio eran las mejores
palabras para describir ese momento.
Fue
ella, con un estornudo, la que rompió la conversación insonora entre
nosotras y la naturaleza. Sonrió con timidez, sabiendo lo que había
hecho, y me cogió de la mano. La tenía fría y caliente, todo a la vez.
Los dedos congelados pero la palma ardiente. Se levantó del suelo, me
miró, volvió los ojos al lago y se puso a cantar. Lo hizo así, sin
motivo, sin lógica y sin vergüenza. Se puso a cantarle al agua como si
fuera su hija pequeña, como me cantaba a mí por las noches antes de
dormir. Sentí cómo yo desaparecía, momentáneamente, de su mundo, de ese
instante que conformaba su presente. Ella estaba sola con el lago.
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