divendres, 25 de setembre del 2009

Voces.


Al poco tiempo te fuiste a pasear entre las nubes, tus alas ya no podían estar dobladas bajo las costuras de la camisa. Y una parte de mí subió a pasear contigo pero mis piernas eran demasiado pesadas y decidí quedarme un poco más caminando entre los árboles. Aunque gracias a ti aprendí a volar. Y me enseñaste a hacerlo desde el primer día que escuché tu voz. Recuerdo que Paola me pasó el teléfono, es Francisco, y yo no sabía qué voz poner, qué decir, qué sentir. Pero empezamos a hablar y hablar y me sentí tranquila, muy tranquila, tanto que terminé tumbada en la cama con una copa de vino y un cigarro entre mis manos. ¡Era tan fácil! Tan sólo tenía que dejar que color rojorojorojo se adueñara de mi garganta y las venas se convirtieran en mi voz ¡era tan fácil!

Nuestras voces empezaron a entrecuzarse casi a diario. Tú me contabas del trabajo, del cine, de aquel lugar, y yo te hablaba de ellos, de los aguacates y de mi puerta azul, que aunque estuviera pintada de amarillo, seguía siendo mi puerta azul. Y, entre susurros, fuimos convirtiéndonos en tú y yo, en nosotros. Con el sonido de tus palabras inventé tus manos, me las imaginaba grandes grandes, casi de gigantes, y te veía tocando mi espalda y tatuándome un mundo de flores amarillas y algodones de azúcar rosa, de esos tan ricos que se comen en la feria después del tren de la bruja.

Me llevaste allí, al lugar que tantas noches habías descrito y tantas noches había imaginado. Era un pueblo blanco que olía a mar por las esquinas. Y ahí nos miramos por primera vez. Hablamos durante horas y horas hasta que los pájaros nos encontraron desnudos y con el cuerpo lleno de besos, si sigues mirándome así, acabaré enamorándome de ti, y me besaste la punta de la nariz y yo me puse colorada como cuando mis hijos me descubrían jugando con sus muñecos y yo fingía que ordenaba el cuarto y ellos reían bajito y me guardaban el secreto. Pero por mucho que intentase fingir, mis ojos en forma de corazón me delataban. Me enamoré de ti. Y me enamoré tanto que quise seguirte cuando decidiste subir a las nubes, pero mis piernas eran demasiado pesadas y tuve que quedarme entre las aguas.
Aunque no te culpo porque tus alas no podían estar más tiempo dobladas bajo las costuras de la camisa. No podían, realmente no podían.

Para la mujer con una vida repleta de cuentos.